Recorría los pasillos con asombro. Las baldosas brillantes y caminos amplios contrastaban con la imagen de paredes resquebrajadas y afiches superpuestos que vemos en otras sedes. Me dirigía hacia la puerta. Entonces, la veo venir. Una vieja conocida de la universidad, militante política desde que ingresé a la carrera. “Hola, ¿Viste el nuevo edificio?”, me pregunta. “Sí, muy lindo. Lo que está hecho".
Me había bajado en la estación San Juan de la línea C. Camino por la avenida y paso por la puerta de TyC Sports. A poco más de diez cuadras se encuentran los diarios Clarín y Olé (Piedras 1743). Desde la geografía, este nuevo edificio nos acerca una salida laboral. Venía de conocer la redacción de La Nación y me disponía a conocer lo que debería ser nuestra propia redacción, el edificio único.
El arco de casi diez metros de altura a la entrada me saluda imponentemente. Ingreso por la rampa para discapacitados hasta el hall central. Dos o tres macetas decoran el interior. Los estudiantes de trabajo social entran y salen de las aulas. Algunos hacen cola a un costado. Me acerco a ver. La facultad ubicó una PC con conexión a Internet para uso de todos. Entonces, continuo la recorrida. Como un policía buscando pistas de un crimen, ingreso a todas las aulas vacías y me fijo qué tienen para mostrarme. Sillas nuevas, ventanales traseros del tamaño de la pared que iluminan el espacio. Hago gesto de aprobación y continúo. El primer piso da una impresión similar. Quiero subir al segundo, pero no encuentro las escaleras. No había segundo piso. Sólo una vieja fábrica que se sostenía en la nueva facultad. Techos de chapa y ladrillos a la vista se mezclan con paredes relucientes de pintura y puertas de aluminio.
“Falta construir todo atrás. La planta baja se va a agrandar.” El comentario de la militante no coincide con lo que veo. Entre aulas y oficinas, no hay lugar para hacer mucho más. Cualquier otra ampliación sólo se puede hacer rompiendo lo que ya está construido. Busco el hueco para el futuro ascensor. No lo encuentro. “Lo pueden hacer después”, me dice. Tengo la misma sensación: hay que romper lo que ya está hecho. El tema es cuándo se va a hacer. En el viejo patio de la fábrica, no hay mezcladoras, no hay montañas de arena, ni gente trabajando. Nada que se parezca a una obra en construcción. Como si ya hubieran terminado.”Hace más de un año que las obras están paradas.” Se nota, vaya que se nota.
Dieciséis aulas en dos pisos. Una sala de profesores delimitada por dos paredes como las de los boxes de algunos trabajos. La sala de estar para los alumnos se improvisa de la misma manera. Esto es lo que hay hasta ahora en Santiago del Estero 1029. Me dirijo a la oficina de profesores. Una alumna pregunta por qué no vino un profesor. “Se confundió con el paro de mañana, y faltó hoy”, le respondieron. Tampoco me brindaron mucha información. No sabían nada de las quejas por la falta de gas en la sede. Cuando husmeo las aulas, confirmo el dato: todas las estufas son eléctricas. Hay dos paneles calefactores por aula, y al lado de cada una un enchufe para encenderlos. Quienes desean tomar mate, traen un termo con el agua caliente. Mientras esto ocurre, hay comisiones que tienen clase y estudiantes que entran y salen todo el tiempo, sin reparar en este detalle. Las aulas cuentan a su vez con cuatro ventiladores. La 107 debe activar los suyos desde la 108. El único lugar con aire acondicionado, y cuatro, es la Secretaría de Postgrado.
La conformidad con lo que visto se mezcla con la incertidumbre por lo que puede venir. Una nota del Decanato en la puerta de su oficina, allá en Marcelo T. de Alvear 2230, promete que para “el primer cuatrimestre del 2008 se mudará la sede de Ramos Mejía”. La nota es de principios del año anterior. Me pregunto por qué tanta tardanza. La militante me ayuda a entender. “La obra depende del Ministerio de Planificación, y te acordarás de la declaración del Consejo Directivo hace unos días. Capaz esto ayuda a destrabar todo”. Hay algo que no me gusta. Y es que pueda tener razón.
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Me había bajado en la estación San Juan de la línea C. Camino por la avenida y paso por la puerta de TyC Sports. A poco más de diez cuadras se encuentran los diarios Clarín y Olé (Piedras 1743). Desde la geografía, este nuevo edificio nos acerca una salida laboral. Venía de conocer la redacción de La Nación y me disponía a conocer lo que debería ser nuestra propia redacción, el edificio único.
El arco de casi diez metros de altura a la entrada me saluda imponentemente. Ingreso por la rampa para discapacitados hasta el hall central. Dos o tres macetas decoran el interior. Los estudiantes de trabajo social entran y salen de las aulas. Algunos hacen cola a un costado. Me acerco a ver. La facultad ubicó una PC con conexión a Internet para uso de todos. Entonces, continuo la recorrida. Como un policía buscando pistas de un crimen, ingreso a todas las aulas vacías y me fijo qué tienen para mostrarme. Sillas nuevas, ventanales traseros del tamaño de la pared que iluminan el espacio. Hago gesto de aprobación y continúo. El primer piso da una impresión similar. Quiero subir al segundo, pero no encuentro las escaleras. No había segundo piso. Sólo una vieja fábrica que se sostenía en la nueva facultad. Techos de chapa y ladrillos a la vista se mezclan con paredes relucientes de pintura y puertas de aluminio.
“Falta construir todo atrás. La planta baja se va a agrandar.” El comentario de la militante no coincide con lo que veo. Entre aulas y oficinas, no hay lugar para hacer mucho más. Cualquier otra ampliación sólo se puede hacer rompiendo lo que ya está construido. Busco el hueco para el futuro ascensor. No lo encuentro. “Lo pueden hacer después”, me dice. Tengo la misma sensación: hay que romper lo que ya está hecho. El tema es cuándo se va a hacer. En el viejo patio de la fábrica, no hay mezcladoras, no hay montañas de arena, ni gente trabajando. Nada que se parezca a una obra en construcción. Como si ya hubieran terminado.”Hace más de un año que las obras están paradas.” Se nota, vaya que se nota.
Dieciséis aulas en dos pisos. Una sala de profesores delimitada por dos paredes como las de los boxes de algunos trabajos. La sala de estar para los alumnos se improvisa de la misma manera. Esto es lo que hay hasta ahora en Santiago del Estero 1029. Me dirijo a la oficina de profesores. Una alumna pregunta por qué no vino un profesor. “Se confundió con el paro de mañana, y faltó hoy”, le respondieron. Tampoco me brindaron mucha información. No sabían nada de las quejas por la falta de gas en la sede. Cuando husmeo las aulas, confirmo el dato: todas las estufas son eléctricas. Hay dos paneles calefactores por aula, y al lado de cada una un enchufe para encenderlos. Quienes desean tomar mate, traen un termo con el agua caliente. Mientras esto ocurre, hay comisiones que tienen clase y estudiantes que entran y salen todo el tiempo, sin reparar en este detalle. Las aulas cuentan a su vez con cuatro ventiladores. La 107 debe activar los suyos desde la 108. El único lugar con aire acondicionado, y cuatro, es la Secretaría de Postgrado.
La conformidad con lo que visto se mezcla con la incertidumbre por lo que puede venir. Una nota del Decanato en la puerta de su oficina, allá en Marcelo T. de Alvear 2230, promete que para “el primer cuatrimestre del 2008 se mudará la sede de Ramos Mejía”. La nota es de principios del año anterior. Me pregunto por qué tanta tardanza. La militante me ayuda a entender. “La obra depende del Ministerio de Planificación, y te acordarás de la declaración del Consejo Directivo hace unos días. Capaz esto ayuda a destrabar todo”. Hay algo que no me gusta. Y es que pueda tener razón.
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